
Alquimia. Un aprendiz, un destino. Un maestro
El primer libro publicado de Lauro Alonso; un texto ameno, orientado al autoconocimiento y al desarrollo personal.
Se trata de una obra plagada de claves, mensajes y reflexiones de índole espiritual. Escrita en forma novelada para atraer al lector a revivir su propia experiencia proyectada, se vuelve atrapante, ágil y de fácil lectura.
La edición realizada consta de 112 páginas y esta dirigida a todo público, especialmente aquel afín a los materiales de autoayuda, autoconocimiento, espiritualidad y desarrollo personal.
Formato
12 x 19 cm., 112 páginas.ISBN: 978-9974-98-173-7
Esta obra —sencilla y placentera— es un motivador mensaje de esperanza y actitud que lo llevará a experimentar de cerca las vivencias de Álvaro, un aprendiz que encuentra su propósito al transitar con afán el místico y apasionante camino de la alquimia, de la mano de un particular maestro para cuyo encuentro el universo ha sabido conspirar.
Las luces son chispas de conciencia. Las luces brillan en cualquier momento, en cualquier lugar, justo cuando menos te lo esperas, porque la verdadera magia no es la luz en sí, sino lo que existe detrás de los ojos que la aprecian.
Plagada de conocimientos e interrogantes —con una óptica amena y divertida—, acompañará al lector en su propio viaje. Imperdible y de gran profundidad para quien gusta leer entre líneas y hurgar en los misterios de las palabras.
CAPÍTULO "EN UN INSTANTE"
Me sentía dichoso y maravillado por este gran regalo que, hoja a hoja, desenvolvía con afán. Yacía tanta belleza en cada anotación, en cada frase. Aunque había tenido poco contacto con él, leer su trabajo —una parte íntegra de su propia vida impresa en el papel, auténtica huella del andar de su alma— me acercaba mucho a mi padre y a su mundo de autoconocimiento y trabajo interior espléndidamente desplegado ante mis ojos.
Una herencia de sabiduría y finas riquezas que ojeaba con el máximo cuidado para no dañar los amarillentos folios bastante percudidos por el tiempo de soledad y encierro.
Cada página se volvía un impredecible laberinto de ideas y luces que brillaban e iluminaban tantos caminos como los ojos lectores fueran capaces de ver, y se me antojaba recorrerlos todos en busca del corazón que latía detrás de los grafismos durmientes en las hojas. Como bastiones rebeldes a un mundo monótono y premeditado, cada página esparcía su magia en saltos y giros eternos de claridad y esperanza.
Cada vez que leía, mi padre —de alguna forma— estaba a mi lado.
Estos escritos tenían años guardados sin un alma que los apreciara, y sin embargo eran tan vigentes y tan vivos…
Me sentí profundamente motivado por esa celestial conexión cósmica, e inspirado por un soplo de intelecto y ráfagas de amor hambriento por expresarse. Escribí en mi propio y flamante diario:
Un instante puede hacer la diferencia. En un instante puedes pedir perdón, o puedes perdonar. En un instante puedes cambiar de la idea a la acción, de la inercia al valor, del miedo al amor.
En un instante naciste, en un instante morirás algún día. La vida es —después de todo— un puñado de innumerables instantes perfectamente hilvanados.
Cada instante es un delicado presente único e irrepetible.
Toma profunda conciencia de esto; haz que este mismo instante sea un momento maravilloso dentro de ti, y celebra el poder que tienes de cambiar, a cada instante.
Como un enigmático capricho de la sincronicidad, perplejo y orondo, al volver la vista al grimorio de mi padre leí en la hoja siguiente una cita que parecía acompañar mi pensamiento:
Esperar el momento perfecto es una trampa tejida en esas zonas de ti habitadas por el temor y la inseguridad.
Deja de posponer y escuchar esas sombras, y recuerda que el momento es ahora, que ahora es el momento. Ahora existe la oportunidad.
Sal de tu zona de comodidad y aparente seguridad y comienza a hacer lo que has sentido hacer, ahora mismo.
Esa noche mi pecho era un huracán que brillaba de emoción, colores y aroma a sol naciente. Cerré los ojos agradecido, y bendije el tiempo, las circunstancias y el universo. Guardé con esmero mi diario, y junto a él el de mi padre. Me filtré furtivo entre las frazadas multicolores que mi abuela Ada me había tejido, y me dormí.
CAPÍTULO "CONOCIMIENTO NO ES CONCIENCIA"
Escucharlo leído por el autor: (8'58")
—Muchas veces los mismos patrones se repiten una y otra vez como si siguieran ciclos perfectamente programados. Los mismos sucesos, las mismas situaciones, en diferentes tiempos, con diferentes actores. ¿Por qué me sucede? —pregunté enojado al Viejo, que me miraba atónito mientras yo desplegaba tal desplante sin anuncio previo.
Me refería a que tantas veces había vivido situaciones poco agradables, de las que sabía —porque casi siempre resultaba muy evidente— que tenía que aprender algo más o menos específico, y pese a que me enfocaba con valor a enfrentar tal aprendizaje, en muchas ocasiones la situación volvía a repetirse.
—No entiendo, Alfredo, para qué se repite todo esto —añadía—. ¡Yo ya he tomado conciencia, no debería volver a sucederme!
—No has tomado conciencia. Has tomado conocimiento.
—¿Qué quieres decir? —pregunté con un tono que delataba el fastidio que me esforzaba en ocultarle, por respeto, a Alfredo.
—Alvarito, si te queda cómodo el traje de víctima y quieres que te contenga un poco, está bien. Ahora sé sincero contigo y observa que no has tomado conciencia, apenas conocimiento. Cuando tomas conocimiento te das cuenta de algo, pero no necesariamente logras tocar la íntima fibra dentro de ti que te permitiría tomar conciencia verdadera, hacer el cambio, resolver definitivamente el asunto. Es por eso que el patrón se repite, para brindarte una vez más la oportunidad de aprender completamente. Al no modificar el enfoque de la esencia de la experiencia en ti mismo, al no internalizar un cambio verdadero, tiendes a comportarte igual frente a las mismas cosas y situaciones, y por ende a atraer hacia ti nuevamente el mismo escenario. Te has dado cuenta de la causalidad, pero no has llegado aún a la sincronicidad. Tomar conocimiento es comprender con la cabeza, Alvarito. Conciencia es con el corazón. Dime, ¿a qué le temes?
—No creo tener miedo a nada en esta situación —le dije totalmente convencido.
Sabía que Alfredo solía entender que detrás de cada confusión como esta lo que verdaderamente acechaba era miedo: miedo simple y natural o miedo disfrazado de complejos razonamientos y elucubraciones. Y el miedo —insistía siempre—, es básicamente ausencia de amor.
—¿No crees? —replicó el Viejo con creativa ironía mientras hacía un simpático ademán con sus manos—. Me recuerdas la tontera de las personas que dicen «no creo en Dios». Entonces les pregunto «¿en qué no crees?». Y ellos insisten en decirme una y otra vez: «¡en Dios!». Sabes, Alvarito, algunos nunca se dan cuenta. Espero que este no sea el caso.
Esa noche cuando volví a casa Elda y Noemí ya dormían. Entré sin hacer ruido y busqué mi habitación en el precario mapa mental que me indicaba —casi a tiempo, casi exactamente— dónde y cuándo moverme, cómo abrir y cerrar cada puerta para evitar chirridos y quejidos de oxidadas bisagras, y qué listones necesitaba pisar con especial suavidad para aliviar los crujidos de las hinchadas y malhumoradas maderas del piso. Caminé en penumbras por la casa hasta llegar al cuarto, arriesgué mi seguridad al esquivar de memoria tanto mueble y adorno abarrotado. A Elda le costaba demasiado desprenderse de las cosas inútiles y las almacenaba por si acaso, como si necesitara ocupar cada rincón. «¿Qué vacíos intenta llenar así?», pensé.
Enseguida tuve mi golpe de conciencia. Precisamente cuando entré a mi habitación y encendí la luz, me di cuenta de una vez de lo que el Viejo había querido decirme.
Caminé a oscuras por la casa; conocía dónde estaban las cosas, pero no tenía plena seguridad. Sabía que alguien podía haber cambiado algo de sitio, o que mi memoria podía jugarme una mala pasada. Cuando logré llegar a mi destino y encender la luz, recién supe verdaderamente cómo se presentaban el espacio circundante y todos los objetos a mi alrededor. La perspectiva interna cambió radicalmente. Recién allí tuve certeza: al encender la luz, ese conocimiento mental y mayormente especulativo se volvió indiscutible, evidente y obvio: ¡lo estaba observando directamente! «Esto es como tomar conciencia», musité.
Recordé lo que habíamos hablado con Alfredo: solo existe la luz. Para iluminar una habitación se enciende la luz. Para oscurecerla, se apaga la luz. No se puede encender la oscuridad. Solo existe la luz. Solo existe la conciencia: se incrementa o no, pero siempre es conciencia: mayor o menor grado de conciencia. La conciencia determina lo que entendemos por realidad, y por lo tanto también influye radicalmente en la forma en que respondemos y nos manifestamos en ella, porque es directamente proporcional a la amplitud de realidad que podemos captar, procesar y entender.
La dualidad es una creación de la mente humana en un esfuerzo desesperado por clasificar, ordenar y entender, a su manera, para controlar y sentir seguridad. Es cierta, en una determinada y específica franja de la realidad, es decir, de la conciencia individual.
Dos personas con distinto nivel de conciencia pueden entender como real —y por lo tanto como válida y verdadera— una misma cosa de formas diferentes. ¡Aquí radica la gran dificultad para lograr consenso en un mundo tan heterogéneo!
Sentí un gran alivio por partida doble.
Primero porque comencé a vivir un nuevo estado en el que podía elegir no juzgarme, simplemente observar, aprender y utilizar lo aprendido para tratar de mejorar, pero ya no desde el juicio o la crítica, desde lo que está bien y lo que está mal, desde el premio y el castigo, sino desde la aceptación consciente y libre de juicios. Desde el amor. Desde una realidad más objetiva, despojada de prejuicios. Más acertado, menos acertado. Más luz, menos luz. Comprendía, completa y plenamente, que cada persona —a su manera y a su forma— en sus circunstancias y con su visión particular de la realidad puede tener razón, y que —pensando así— los demás están en mí, y yo estoy en ellos. Finalmente, ¡es amor puro!
Segundo, porque era seguro que al día siguiente Alfredo me preguntaría si ya había logrado comprender lo que me había explicado, y podría entonces mostrarle un gran y sonriente ¡sí!, colmado de frescas y prósperas ideas.
Al día siguiente llegué a su casa a las seis, como acostumbraba. El Viejo me ofreció un té. Le encantaba compartir ese momento de amable amistad y cálida compañía, al tiempo que degustábamos nuevas versiones de una deliciosa infusión que perfeccionaba cada vez, y que jamás me enseñó a preparar.
—No te lo voy a preguntar, Alvarito, porque por la expresión de tu rostro se nota que ya lo entendiste —me dijo desentendido y suelto, y sonrió con la complicidad y el cariño de quien no necesita ni espera una respuesta.
EVENTO LANZAMIENTO
Luces fue lanzado el 11/11/2010


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